Santiago Martínez Argüelles es profesor titular de Economía Aplicada y subdirector técnico en Tribunal de Cuentas.

El significado cuantitativo y cualitativo del Mecanismo Europeo de Recuperación y Resiliencia, también conocido como Next Generation UE, es histórico. Lo es, porque nunca Europa movilizó tantos recursos – 750.000 millones de euros adicionales-, y lo es porque, por primera vez, el mecanismo de financiación es deuda conjunta emitida por parte de la Comisión Europea. Pero ni llegar hasta aquí ha sido fácil, ni todos los obstáculos han sido superados aún, como demuestra la reciente decisión del Tribunal Constitucional alemán. En todo caso, España tiene ante sí la oportunidad (y el reto) de acceder a un volumen de recursos sin precedentes, para lo que el Gobierno lleva meses trabajando en el plan de recuperación, transformación y resiliencia. Uno de los planes nacionales más avanzados y hacia el que la Comisión Europea ha emitido valoraciones positivas.

Gestionar en poco tiempo tantos recursos requiere habilitar nuevos instrumentos y adecuar el funcionamiento de los existentes a las nuevas circunstancias y exigencias. El Real Decreto-Ley 36/2020 persigue precisamente esos objetivos. Sin embargo, desde algunas posiciones políticas se ha puesto el acento en que las herramientas habilitadas desarmaban los controles en la gestión pública y daban vía libre al fraude y la arbitrariedad. Desde mi punto de vista, estas interpretaciones carecen de un fundamento serio porque el rigor, la eficacia y la transparencia en el gasto están asegurados no solo por la normativa nacional, sino también por el reglamento europeo que rige el funcionamiento del Mecanismo de Recuperación y Resiliencia. Argumentaré mi posición a continuación, pero antes es necesario revisar un poco la historia de la solidaridad intraeuropea.

En efecto, son más de tres décadas de gestión de fondos estructurales europeos en España. Sin duda, se trata una historia de éxito de unos instrumentos que han supuesto una contribución decisiva para acelerar el desarrollo de partes de Europa que, por diversas razones, se habían quedado rezagadas. Desde finales de los ochenta del siglo pasado, Europa se volcó con los países del Sur, especialmente con España, y después en la reconstrucción de los países del Este del continente. Pero esta historia de éxito no puede ocultar que también ha habido algunos casos en los que no se ha hecho la gestión más eficaz ni más eficiente: desde la financiación de proyectos poco pensados, poco viables, o poco sostenibles, hasta casos en los que el fraude y la corrupción acabaron adueñándose de una parte de los recursos. Aunque el número de proyectos fallidos o fraudulentos sea muy escaso en términos relativos, es cierto que todos podemos recordar ejemplos ampliamente publicitados en los que la buena gestión ha estado, cuando menos, en entredicho. Esos casos, no solo empañan el buen balance global de la experiencia de solidaridad europea que han supuesto los fondos de la UE, sino que crean un caldo de cultivo muy apropiado para que algunos países europeos, espoleados por sus opiniones públicas, cuestionen la utilidad de los mecanismos de ayuda.

Casi como consecuencia de estos antecedentes, en la negociación sobre los fondos Next Generation UE el protagonismo de la necesidad de dar una respuesta europea histórica a la brutal crisis económica que ha desencadenado la pandemia ha estado compartido con la demanda de más rigor y capacidad de control sobre los fondos y su gestión. Como suele pasar en todas las negociaciones europeas, el resultado final integra ambas perspectivas, como demuestra el Reglamento (UE) 2021/241 del Parlamento Europeo y del Consejo de 12 de febrero de 2021 por el que se establece el Mecanismo de Recuperación y Resiliencia. Así, la Unión Europea, al mismo tiempo que diseña un mecanismo financiero sin precedentes, incorpora también un riguroso sistema de control. De hecho, el punto de partida hay que situarlo en que sería incorrecto decir que a España “le tocan” 140.000 millones de euros, como si esto fuera una suerte de cupo con el que puede hacer lo que le parezca al gobierno de turno. Una lectura más precisa sería que se ponen a disposición de España hasta un máximo de 140.000 millones, pero sólo dispondrá de los recursos necesarios para financiar los proyectos que superen el proceso de evaluación que ha establecido la Unión Europea y cuya metodología de evaluación está detallada en el Reglamento.

Es decir, que los 140.000 millones son un máximo, pero acceder a ellos requerirá hacer bien los deberes. El artículo 19.3 del Reglamento (UE) 2021/241 establece que los planes nacionales de recuperación y resiliencia han de cumplir los criterios de pertinencia, eficacia, eficiencia y coherencia. Estos criterios no solo están definidos con claridad, sino que, en el anexo V del reglamento, se establece con precisión la metodología de evaluación y se prevé que cuando “el plan de recuperación y resiliencia no cumpla de forma satisfactoria los criterios establecidos en el artículo 19, apartado 3, no se asignará contribución financiera alguna al Estado miembro”.

La exigencia de rigor no se refiere sólo a la aprobación inicial, sino que se verificará el adecuado cumplimiento de lo acordado, como se establece con contundencia en el artículo 24. Este artículo se centra en la regulación de los pagos y prevé la suspensión de la contribución financiera y la recuperación de toda la prefinanciación concedida, en caso de ausencia de avances tangibles en la consecución de los hitos y objetivos contenidos en el plan de recuperación y resiliencia que hubiese sido finalmente aprobado. En consecuencia, los proyectos presentados en el marco del plan de recuperación y resiliencia han de ser muy realistas para que puedan ser cumplidos porque, aunque el papel pueda aguantar casi todo, la Unión Europea va a comprobar que lo puesto en el papel se cumple, y el incumplimiento tiene penalizaciones muy graves.

Recordemos ahora que, durante las negociaciones del verano de 2020, el Gobierno de los Países Bajos exigió la introducción de mecanismos adicionales de control que se recogieron en las conclusiones de aquel Consejo Europeo al reservar a los Estados miembros la capacidad para analizar el cumplimiento de los objetivos e hitos por parte de otros socios y, en su caso, paralizar las actuaciones de la Comisión (en concreto, posibles pagos) hasta que el Consejo Europeo resuelva la cuestión.

El Reglamento también prevé medidas para el seguimiento efectivo de los logros que los recursos movilizados permitan alcanzar, y mandata a la Comisión para que antes de finales de 2021 establezca los indicadores y las metodologías necesarias para disponer de información homogénea por parte de los Estados miembros. En este sentido, conviene recordar que la gestión de los fondos estructurales y de cohesión ha permitido desarrollar y consolidar en la Unión Europea una amplia cultura de la evaluación en el uso de fondos públicos, hasta el punto de que el Reglamento impone a la Comisión la obligación de presentar un informe independiente de seguimiento de la ejecución antes de febrero de 2024 y un informe de evaluación final (ex post) independiente antes del final de 2028.

Lo señalado en los párrafos anteriores describe someramente los mecanismos establecidos en el Reglamento para asegurar que los recursos se gastan de forma eficaz y eficiente y que su uso contribuye a conseguir los objetivos económicos, sociales y medioambientales establecidos. Además, el Reglamento también prevé instrumentos para proteger del fraude, la corrupción y los conflictos de interés a la gestión de los recursos financieros de la Unión. En este sentido, el artículo 22 es muy claro. En primer lugar, impone a los Estados la obligación de cumplir toda la legislación nacional y europea que sea de aplicación, así como a adoptar las medidas necesarias para prevenir, detectar y corregir el fraude, la corrupción y los conflictos de interés, obligándoles a establecer “un sistema de control interno eficaz y eficiente”, a recuperar “los importes abonados erróneamente o utilizados de modo incorrecto”, al tiempo que les permite “recurrir a sus sistemas nacionales habituales de gestión presupuestaria”. En consecuencia, la relativa premura que puede haber para presentar proyectos y utilizar los recursos no significa relajación alguna de las exigencias de la Directiva sobre contratación pública de 2014 plasmada en España en la Ley 9/2017 de contratos del sector público, ni de las normas de política de la competencia que aseguran que las empresas europeas operan en igualdad de condiciones.

En segundo lugar, la Unión Europea impone como condición necesaria para acceder a los recursos que los Estados tienen que “autorizar expresamente a la Comisión, a la OLAF, al Tribunal de Cuentas y, cuando proceda, a la Fiscalía Europea” a ejercer sus competencias y, en el caso de la OLAF a realizar investigaciones, inspecciones y controles in situ. El Reglamento también obliga en los mismos términos a todos los perceptores finales de los fondos y a cualquiera que intervenga en su aplicación.

Unas líneas para el papel de los Tribunales de Cuentas. Tanto el Tribunal de Cuentas Europeo como el Tribunal de Cuentas de España y, por extensión, los Órganos de Control Externo en su caso, tienen mandato para realizar fiscalizaciones financieras, de cumplimiento y operativas de las actuaciones desarrolladas por el sector público y de cuya financiación forman parte recursos europeos.  De la misma manera que en el pasado el Tribunal de Cuentas de España emitió informes de fiscalización sobre actuaciones que estaban financiadas de forma destacada por fondos europeos, cabe esperar que en el futuro también se realizarán fiscalizaciones de proyectos financiados con recursos procedentes del mecanismo Next Generation UE.

Una vez demostrado que el Reglamento europeo prevé mecanismos de control muy rigurosos que descansan tanto en los instrumentos nacionales como en los propiamente europeos y del control externo, volvamos al principio. ¿Qué es lo que contiene el Real Decreto-Ley 36/2020 español que tantas alarmas enciende en determinados sectores? Básicamente, lo que se prevé es que en los proyectos financiados con recursos Next Generation UE se reduzca el contenido material de la fiscalización previa y que se recorte el plazo para que la intervención emita sus informes. El objetivo de este aligeramiento en esta etapa del control es claro: reducir en lo posible los plazos de tramitación, porque el Reglamento europeo es muy exigente y obliga a comprometer el 70% de la inversión entre 2021 y 2022. Ese plazo, en términos de tiempos administrativos es muy, muy corto.

Ahora bien, esa reducción de contenidos y recorte de plazos, ¿despoja a la Intervención General de la Administración del Estado (IGAE) de cualquier papel en el control de los fondos europeos? La respuesta está en el artículo 21 del Real Decreto-Ley 36/2020 donde se inviste a la IGAE como la autoridad de control del Instrumento Europeo de Recuperación, encomendándole el diseño y la implementación del control exigido por la normativa europea, la coordinación de los controles asignados a cualquiera otro órgano de control estatal, autonómico o local, así como el ejercicio de las relaciones con las Instituciones Comunitarias y Nacionales para asegurar un sistema de control eficaz y eficiente. Para que la IGAE pueda desarrollar esas funciones como Autoridad de auditoría en materia de fondos estructurales, se le otorga libertad de acceso a los sistemas de información de las entidades públicas estatales que participen en la gestión de fondos europeos para garantizar la evaluación continuada de las operaciones, así como a cualquier otro registro en el que se reflejen actuaciones de ejecución de fondos europeos. Asimismo, se obliga a cualquier entidad pública o privada a facilitar a la IGAE la información que le solicite para el ejercicio de sus funciones. Además, en el mismo artículo se prevé que la autoridad de control que se atribuye a la IGAE está dotada con los “recursos personales y materiales necesarios para el correcto ejercicio de sus funciones”. Es decir, el Real Decreto-Ley otorga el mandato y los medios para que la IGAE pueda realizar el adecuado control de recursos Next Generation UE.

En definitiva, lo que realmente hace el Real Decreto-Ley es desplazar el corazón del control desde la fiscalización previa al control durante la implementación y a posteriori. Visto en su conjunto el sistema de control diseñado tanto en el plano nacional como en el europeo, deposita la confianza en la responsabilidad de gestores y beneficiarios últimos de las ayudas para actuar con respeto a la normativa y a la honestidad, pero al mismo tiempo se articula un severo sistema de penalizaciones en el caso de incumplimiento de los compromisos adquiridos y de las obligaciones legales establecidas.

Quizás, en el fondo, una de las lecciones que debemos extraer y aplicar en el futuro es que la recuperación y la resiliencia pasan por normas muy claras que permitan cambiar la autorización previa de todo por la confianza en la responsabilidad de las personas. Eso sí, ese depósito de confianza va acompañado por mucho rigor en los controles y severidad en la sanción de las conductas que se alejan de las normas y que quiebran la confianza depositada por la sociedad.

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