Nacho Muñiz Coordinador de los ciclos de cine de la Sociedad Cultural Gijonesa

Son ya muchos los años que se lleva hablando de la “crisis” del cine; si utilizamos este concepto con propiedad, no cabe hablar de tal cosa: se entiende por crisis una situación difícil o grave que pone en peligro un asunto, persona o cosa. Lo que lleva atravesando el cine las últimas décadas es un cambio constante de adaptación a los nuevos medios técnicos y de difusión de los que depende en gran medida (algo parecido le ha pasado al teatro e incluso a la novela, pintura y casi todas las manifestaciones artísticas o culturales); más que de crisis (crónica), podríamos hablar de una existencia precaria ante las múltiples amenazas que ha tenido que afrontar el medio: la televisión, el vídeo, el DVD, ahora las plataformas de “streaming”… Todo ello ha provocado un abandono progresivo pero constante del hábito de ir a una sala de cine que comenzó allá por el 28 de diciembre de 1895.

La situación provocada por la pandemia ha vuelto a despertar temores por el futuro del cine entendido como espectáculo colectivo; no voy a hacer ninguna predicción al respecto porque no tengo ni la más remota idea de cuánto va a durar este suplicio de vivir lo más aislado posible, pero no creo que el hecho en sí vaya a ser decisivo para el futuro de las salas cinematográficas, por más que muchas puedan llegar a cerrar. Si pensamos en el medio y largo plazo, el mundo ha vivido cataclismos mucho peores; sin ir más lejos, la Segunda Guerra Mundial fue un apocalipsis que dejó Europa literalmente en ruinas y supuso la práctica paralización de casi toda actividad cinematográfica en muchos países (en Alemania, por ejemplo, no se rodó ninguna película de ficción durante un año, de principios del 45 al 46; se conoce este período en la cinematografía alemana como “Die Pause”, “La Pausa”). Aunque ahora prevalezca la gravedad del momento presente y el corto plazo se nos antoja más bien oscuro, en algún momento nos libraremos del bicho este y la vida podrá volver poco a poco a la normalidad (a la de antes, no a la “nueva”).

El auténtico problema del cine viene ya de largo, y no sé si es un proceso que pueda revertirse: cada día vivimos de forma más individual y preferimos desarrollar nuestras  actividades de ocio en grupos pequeños o directamente en casa. Y eso que en España la mayoría de la población aún reside en el centro de las ciudades; en los países anglosajones y en muchos europeos hace ya tiempo que se impuso el modelo de vida suburbana, de casa al trabajo en coche y vuelta por la tarde. Un modelo que acaba, entre otras cosas, con el intercambio social, de relaciones y de ideas, en el que nos alejamos de nuestros conciudadanos hasta el punto de ignorar cómo viven o qué piensan.

Desde hace meses nos piden que nos quedemos en casa y nos relacionemos socialmente lo menos posible; ¿volveremos a frecuentar las salas comerciales, los festivales y las filmotecas cuando esto acabe o preferiremos la comodidad del sofá donde, los que se lo pueden permitir, podemos escoger la película que nos apetezca y disfrutarla en una pantalla cada vez más grande y absorbente?

Las grandes plataformas ya están lanzadas a la conquista de los medios audiovisuales; ahora presionan para que los tiempos entre el estreno de una película en los cines y su proyección en “streaming” se acorten. Por encima de las consecuencias económicas que esto traiga para la producción de películas inquietan las culturales e ideológicas: ¿será viable producir cine no comercial? El cine espectáculo de Hollywood encontrará seguramente fórmulas para sobrevivir; lo que ya no está tan claro es que el cine llamado “minoritario”, o sea, el que tiene auténtico valor artístico y cultural, tenga un hueco en ese hipotético mercado futuro basado en el consumo hogareño. ¿Apoyarán los estados económicamente la actividad cultural (no olvidemos las artes escénicas, la música, etc.) o quedará esta reducida a las  grandes ciudades, donde seguirá habiendo un público que garantice su viabilidad?

Recuerdo cuando, allá por la nefasta década de los 80, Margaret Thatcher definió en una frase el ideal distópico neoliberal: “la sociedad no existe, sólo individuos y sus familias”. Esa señora debe de estar ahora mismo regocijándose en el infierno.

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