Álvaro Fonseca González es profesor de filosofía

“Para alguien con un martillo todo parece un clavo”
Viejo proverbio francés 

La teleeducación no es educación. Así de simple. Podrá ser otra cosa, tendrá su función, requerirá otro nombre, pero no es educación. Es un mero sucedáneo, un simulacro de una experiencia mucho más rica y compleja.

Esta verdad tan desnuda y directa parece difícil de aprehender por muchos. Entre estos se encuentran: familias, “expertos educativos” (sabe dios qué es eso), políticos, empresarios, docentes y otros personajes de diferente jaez. Por fortuna, no todos comulgan con este credo. Pero parece seguro que quienes no participan en este embarullado jaleo son los alumnos. El alumno, verdadero protagonista de aquello que llamamos educación, ha permanecido silente. Su voz ha sido acallada por los canales oficiales y uno cree fácil descubrir los motivos espurios que hay detrás: la rebelión de buena parte del alumnado contra el teletrabajo docente.

Es cierto que el debate sobre qué es y qué no es educación podría retrotraerse hasta las disputas entre Sócrates y los sofistas en el ágora ateniense, recreadas magistralmente en los diálogos platónicos. Visto lo que está sucediendo, poco hemos aprendido de las enseñanzas que seríamos capaces de obtener de la paideia griega. Pero mi intención es otra y no consiste en rastrear hasta la filosofía antigua los términos de esta polémica, sino en ofrecer un análisis de urgencia que sirva para desenmascarar las persuasivas falacias de los defensores de la teleeducación.

No obstante, antes de continuar, me gustaría reconocer que esta tarea es altamente complicada y posiblemente esté abocada al fracaso. Complicada por el altísimo grado de implantación de la ideología californiana en nuestras vidas y mentalidades y abocada al fracaso por tener la sensación de solo hablar para los ya convencidos de antemano. Aun así, mi intención es exponer, sin ánimo exhaustivo, algunas de las razones críticas contra el teletrabajo docente.

Educar es socializar y las máquinas no socializan

La educación exige el contacto social, ya que la socialización es uno de los atributos inscritos en la naturaleza humana. La educación reclama el contacto directo, que ahora tenemos prohibido por el confinamiento, con el otro. Así, la experiencia educativa es un acto de apertura a otras personas. Es, por tanto, una experiencia orientada a traspasar los estrechos límites del yo y crecer. Ello quiere decir que la educación es un diálogo con uno mismo, pero también con el otro; y es en ese arte dialéctico donde sucede el aprendizaje. Pero esta idea tradicional de educación es la que se ha visto socavada por el irrefrenable empuje de la última revolución tecnológica. La crisis del COVID 19 simplemente supone la aceleración de este proceso, aprovechada por los grandes capitales privados que ven la educación como negocio. Las palabras de Neil Postman, en su magnífico libro Tecnópolisi, son
más elocuentes que las mías. Dice Postman que “al pensar en el ordenador no es su eficiencia como instrumento educativo lo que deberíamos tener en cuenta. Lo que necesitamos saber es de qué modo transforma nuestra idea de aprendizaje y cómo, junto a la televisión, socava la concepción tradicional de la escuela”. Palabras premonitorias escritas en 1992.

Pero si lo anterior es cierto, entonces quiere decir que los fines de la enseñanza han mutado su significado, a pesar de conservar las mismas palabras. Los fines más nobles deberían preocuparse de una educación integral, esto es, el propósito de toda misión pedagógica debería atender a la dignidad humana para constituir individuos y sociedades libres, iguales y solidarias. Pero ello exige que entendamos que el auténtico material educativo es el material humano y que, por tanto, los programas educativos, los contenidos y las asignaturas son, a lo sumo, instrumentos de carácter secundario para lograr los fines arriba enumerados. En un desliz bastante frecuente, los docentes solemos olvidar que el humano es la sustancia de la educación y que los recursos son las herramientas que deberían ayudarnos, que tienen un carácter instrumental y no esencial.

Todo lo anterior se agrava cuando usamos las nuevas tecnologías como recurso educativo, pues no están pensadas para ello, ni siquiera aquellas que sí lo parecen como Google Classroom, Microsoft Classroom o similares. Están creadas para captar nuestra atención de forma asocial, ensimismada y narcisista; y así extraer nuestros datos. Nosotros somos el producto.

Hay otro asunto bastante inquietante: la falsa creencia de que las máquinas son capaces de reproducir la realidad a tiempo real. Dicho de otro modo, toda la plétora de redes sociales y aplicaciones para el intercambio de vídeos, audios y mensajes es incapaz de representar la realidad. Este es el punto. Las nuevas tecnologías no registran la realidad (en puridad, tampoco lo hacían las viejas, pero ese es otro tema), sino que la alteran como si se tratase de partículas cuánticas. La realidad que queremos retratar con nuestros vídeos, audios y fotos se modifica en el propio proceso de reproducción. Si introducimos cualquier dispositivo de grabación, pongamos por ejemplo, en un espacio habitado por personas, entonces, de forma automática e inconsciente, la conducta de ellas se modifica por efecto de la disrupción ocasionada por ese artilugio y ese espacio deja de ser libre, es un espacio afectado por una perturbación externa.

Quizás para que se entienda mejor lo que quiero decir en el párrafo anterior, debería contar una anécdota que aparece en el libro de Enric Puig Punyet La gran adicciónII. En el capítulo titulado Kaya y la fiesta, se narra la historia de una joven londinense que se ha especializado en la organización de fiestas privadas donde está totalmente prohibido asistir con cualquier tipo de aparato digital. Kaya, la joven londinense, se había percatado de que en los eventos actuales el móvil se había convertido en el protagonista absoluto, pues todo se grababa y se compartía en el momento. Todo ello restaba naturalidad y espontaneidad, es decir, se había pervertido el alma de la fiesta. Desafortunadamente, la analogía también funciona para la educación, es decir, en el momento que dejamos que las máquinas invadan el espacio docente, entonces las personas dejan de ser protagonistas para convertirse en actores secundarios.

Muchos me han objetado que la visión arriba expuesta es exagerada, fatalista y, en definitiva, falsa. Debo, por tanto, defenderme de tales reproches, que, no cabe duda, tienen su enjundia. Creo que el meollo de esta tan escurridiza cuestión reside en darse cuenta del salto cualitativo que ha obrado la irrupción de las denominadas nuevas tecnologías. Este salto podríamos cifrarlo en la ruptura de la escala humana. Es decir, esta escala humana sí se daba en las técnicas más antiguas por lo que podíamos domeñarlas; cosa que no ocurre con las TICs. Hay, entonces, una discontinuidad entre las antiguas tecnologías y las nuevas. Además, es necesario recordar que este salto ya había ocurrido en otros dominios del desarrollo tecnológico capitalista como los de la energía con la tecnología nuclear o del transporte con la tecnología del automóvil o la aviación. Lo que ha ocurrido ahora es que, simplemente, este tipo de lógica desarrollista se ha extendido al campo de la comunicación, la robotización y la digitalización. En suma, todo este desarrollismo ha llegado a una dimensión crítica y ha producido un cambio sustancial en la relación entre el humano y el medio. Ello entraña que deberíamos cambiar nuestras categorías y nuestro imaginario para entender lo que sucede a nuestro alrededor. Es urgente. El politólogo Carlos Taibo, citando a Bernard Guibert, lo expone del siguiente modo: “la base de la economía actual está en nuestra cabeza, en nuestro imaginario colonizado por el modo de producción capitalista. Hay que acometer todo un trabajo de las mentalidades y del imaginarioIII”.

La brecha digital es lucha de clases

No perderé un instante en extenderme acerca de la precariedad del desarrollo tecnológico para abordar la tarea que nos encomiendan en estos tiempos de pandemia a los profesores. Es un hecho que, a día de hoy, la educación digital solo es posible en las ilusiones de algunos políticos y expertos educativos para mayor gloria de Silicon Valley. Prefiero centrarme en las ideas que aportan estos paladines del teletrabajo.

Una de las principales razones que esgrimen se basa en la neutralidad axiológica de la tecnología. Los paladines de esta causa están convencidos de que la educación consiste en una mera impartición de contenidos sin importar el formato que se usa para tal empeño. Así, esta educación a distancia sería una educación similar solo que por otros medios.

La tecnología es, por tanto, un soporte que debería servir como aliado (aunque a veces se rebele, motivo por el que debemos formarnos en el dominio de las nuevas tecnologías) para facilitar el proceso de enseñanza, pues ayuda a elaborar nuevos materiales, a comunicarse con la comunidad educativa, a detectar plagios, etc. No voy a discutir lo irrefutable, porque todo lo anterior es cierto; pero que se queda en la superficie. Es cierto, pero no llega a la esencia de lo que es la verdadera educación, pues nada de eso serviría sin la comunicación entre los sujetos que aprenden y enseñan de manera conjunta. Además, esta comunicación ha de darse cara a cara dada la sociabilidad natural del ser humano, como decíamos más arriba.

Un análisis atento debería reconocer la falacia escondida en estos razonamientos. La falacia radica en la separación tajante entre la materia y la forma, entre el continente y el contenido. No obstante, todos sabemos que no es así, pues la forma en cómo educas condiciona el contenido enseñado y viceversa. Es sencillo rememorar alguna experiencia que avale lo que digo.

Pero hay más. La tan cacareada, por el discurso liberal, igualdad de oportunidades está siendo conculcada continuamente en una situación de crisis como esta. No puedo profundizar en la crítica a la noción de igualdad de oportunidades, por exceder el propósito de este texto. Aun así, tal vez sea pertinente dedicar algunas palabras para decir que, en la sociedad en la que vivimos, el ámbito donde más se respeta la igualdad de oportunidades es curiosamente las aulas de la Escuela Pública. Sí, aquella que los neoliberales quieren privatizar. En la escuela privada no existe la igualdad de oportunidades porque se da una segregación de principio.

En cambio, reparemos un instante en la expresión “brecha digital”. Es un eufemismo, claro está. La función de todo eufemismo reside en maquillar la realidad y así difuminar la perspectiva global del conflicto. En este caso, brecha digital quiere decir lucha de clases entre los poseedores de recursos materiales y tecnológicos y los que no. Ni más ni menos. Para “arreglar esa eventualidad”, las autoridades han decidido reducir la brecha poniendo a disposición de las familias más desfavorecidas medios técnicos mediante el reparto de ordenadores, tabletas o el acceso a conexiones de internet, etc. No voy a entrar en las intenciones de las instituciones, que presupongo buenas, pero yerran el tiro. La brecha digital no se arregla con más tecnología, salvo en su forma más superficial. La brecha digital es un síntoma de un problema más profundo que los poderes no han sabido o querido combatir durante estos últimos lustros: la desigualdad creciente entre sectores de la población. Hace también unos lustros se usaba la expresión lucha de clases para describir esta situación y si se me permite el juego de palabras, la lucha de casas es también la lucha de clases.

Por otra parte, resulta curioso, cuando menos, que en horas veinticuatro hayamos pasado de prohibir los móviles al alumnado en los centros educativos a fomentar el uso de cualquier dispositivo electrónico para conectarnos desde casa, no vaya a ser que perdamos el ritmo de aprendizaje y bajemos unos punto en el PIB o perdamos poder adquisitivo, tal como aparecía hace poco en El PaísIV: “Ismael Sanz, ex director general de Educación de la Comunidad de Madrid (con el Gobierno del PP) y profesor de Economía de la Universidad Rey Juan Carlos, señala en el estudio Efectos de la crisis del coronavirus en la educación, publicado la semana pasada por la OEI (la Organización de los Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura) que con el confinamiento los alumnos perderán de media un 11% de lo que se aprende en un curso escolar. Los efectos a largo plazo pueden suponer una pérdida del 1% de su salario cuando se incorporen al mercado laboral a los 30 años, según esa misma proyección”. Este es el nivel del discurso basado en los fríos datos macroeconómicos.

El teletrabajo es explotación neoliberal

Dice Nuccio Ordine en La utilidad de lo inútilV que “la lógica del beneficio mina por la base las instituciones educativas y las disciplinas humanísticas”. Sin duda. El discurso del capitalismo neoliberal está llegando a todos los rincones de nuestro planeta. Todo debe ponerse al servicio del capital, fuente de riqueza y progreso social. Pero la conquista neoliberal no es solo histórica y geográfica, sino también biológica y psicológica: su propósito último reside en conquistar nuestras almas y nuestros cuerpos.

La conquista neoliberal del alma suele pasar de forma bastante inadvertida por ser llevada a cabo mediante pequeñas reformas graduales que operan, en muchos casos, bajo el umbral consciente. La que más me llama la atención tiene que ver con la alteración en el uso del lenguaje. Podríamos hablar, incluso, de la imposición de una neolengua. Por ejemplo, se usan antiguos significantes con nuevos significados. O como afirma N. Postman: “la tecnología se apropia por la fuerza de nuestro léxico más importante. Redefine palabras como ‘libertad’, ‘verdad’, ‘inteligencia’, ‘hecho’, ‘sabiduría’, ‘memoria’, historia’; todas las palabras por las que nos regimos”.

En cambio, la conquista del cuerpo es bastante más evidente por quedar manifiesta en la conducta obediente de todos nosotros. En palabras de La Boetie, se trata de la servidumbre voluntaria. Así, tenemos tan interiorizada la lógica productivista del capital que nos hemos puesto a teletrabajar a la mínima, incluso más que antes en los centros. Esta lógica está instalada en nuestras escuelas para convertirlas en empresas y también en nuestras conductas como trabajadores para convertirnos en emprendedores. Ahora bien, la escuela debería servir como parapeto ante las demandas de productividad y así proporcionar resortes para la transformación social, y esta era una oportunidad que ni pintada para no atender esos cantos de sirena, pero no hemos sabido resistirnos. Y si creéis que exagero, valga como ejemplo la propaganda, con apariencia de noticia, publicada por el diario El País: «¿Estudias o trabajas? Consejos para ser más productivo durante la cuarentena”. Porque digámoslo claro, la esencia del trabajo no reside tanto en la productividad cuanto en la sumisión.

En fin, quizás deberíamos reparar que una vida digna de ser vivida exige cierta dosis de existencia más allá del trabajo productivo y también del ocio consumista, su reverso tenebroso. Necesitas entonces una cantidad de tiempo al margen de las servidumbres del día a día. En feliz expresión del pensador George Santayana necesitamos “una vida de vacaciones”.

Ahora si me disculpáis, os tengo que dejar. No tengo tiempo. Voy a seguir teletrabajando.

I Postman, Neil. Tecnópolis, Ediciones El Salmón, Madrid (2018).
II Puig Punyet, Enric. La gran adicción, Arpa editores, Barcelona (2017).
III Taibo, Carlos. En defensa del decrecimiento, Editorial Catarata, Madrid (2017).
IV https://elpais.com/sociedad/2020-04-13/las-familias-y-expertos-en-educacion-piden-que-se-abran-los-colegios-en-verano.html (consultado el 14 de abril de 2020).
V Ordine, Nuccio. La utilidad de lo inútil, Editorial Acantilado, Barcelona (2013).
VI Postman, Neil. Op. cit.

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