Texto íntegro de la Intervención de nuestro compañero Ovidio Rozada en el homenaje a Gaspar García Laviana en representación de la Sociedad Cultural Gijonesa el pasado 15 de Diciembre de 2019

Quisiera, en primer lugar, agradecer al compañero de la Asociación Gaspar García Laviana su presentación y a todos ustedes su presencia en este acto de conmemoración de nuestro paisano, el sacerdote guerrillero.

Edén Pastora, el conocido Comandante Cero que dirigió la toma del Palacio Nacional de Managua durante la Revolución Sandinista, afirmaba que la vida de Gaspar García Laviana fue uno de los muchos tesoros que se cobró la guerra contra la dictadura de Somoza.

Gaspar García Laviana había nacido en la Güeria Carrocera, en el seno de una familia obrera. Su infancia y juventud transcurriría en íntimo contacto con el mundo de la minería y su problemática. Su familia vería en la educación un instrumento de mejora social y él acabaría encaminando sus pasos, tras cursar bachillerato en Valladolid, al seminario, ordenándose sacerdote en la Orden del Sagrado Corazón tras estudiar Filosofía y Teología en Logroño.

Eran los tiempos del Vaticano II, de los curas obreros y de la Teología de la Liberación, que tanto lo influiría. Gaspar entendía el sacerdocio como una vocación de servicio público, más allá de lo que era estrictamente el plano de la Fe y la creencia, ligada a mejorar las condiciones sociales, denunciar la desigualdad y tratar de construir tejido de comunidad. Desde esa convicción ejercería en Madrid, compaginando el oficio religioso con el trabajo como carpintero en un barrio popular y dedicándose también a la escritura. Finalmente, acabaría marchando como misionero a Nicaragua, llegando a la localidad de Tola.

En la Nicaragua somocista se encontraría García Laviana con una situación de pobreza y exclusión de una magnitud que hasta entonces no había conocido: campesinos sin acceso a la tierra y terratenientes que controlaban el grueso de los territorios agrícolas; analfabetismo crónico y una desigualdad extrema, con una mayoría social reducida a la más absoluta miseria y unas élites obscenamente ricas, vinculadas a la dictadura y a los intereses de empresas extranjeras. Pero, por encima de todo, le resultó especialmente duro conocer de primera mano la situación de niñas secuestradas y forzadas a prostituirse por redes mafiosas, con el beneplácito del gobierno.

Tras intentar, de forma infructuosa, desarrollar su acción misionera en colaboración con las autoridades, Gaspar toma la decisión de unirse a la Guerrilla Sandinista y emprender el camino de la lucha armada. Lo asaltarían entonces dudas, dilemas morales y filosóficos que atraviesan buena parte de sus textos: ¿era lícita la acción armada, que implicaba el ejercicio de la violencia y dar muerte a otros seres humanos?; ¿era consecuente con su Fe católica y con el ejercicio del sacerdocio su compromiso con la revolución?

La respuesta la hallaría Gaspar no sólo en la Teología de la Liberación, sino en una tradición teológica que se retrotraía a la Escuela de Salamanca, a Francisco Suárez y Francisco de Vitoria y al mismo Tomás de Aquino. El fundamento del orden político, la función del estado y del pacto social en que se funda es servir al bien común y al interés colectivo. Si un orden político no garantiza la más elemental dignidad humana, si priva del acceso a los medios básicos para vivir con decencia y somete a sus ciudadanos a la penuria y a la opresión, el pueblo está legitimado para alzarse y derrocar al gobierno. La Teoría del Tiranicidio de Suárez y Mariana, el derecho a la rebelión y a la insumisión ante leyes injustas, que está recogido en la propio declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas y que había sido tratado ya por los escolásticos, suministraron a Gaspar las bases teológicas, que lo son de la propia Teología de la Liberación, para fundamentar su posición y solventar sus dudas morales. Con todo, el hecho terrible de tener que ejercer la violencia no dejó de experimentarlo como un gigantesco desgarro que se patentiza en sus poemarios.

Caído finalmente en combate en 1978, mientras mandaba la Columna Benjamín Zeledón, no llegó a ver el triunfo de la Revolución Sandinista, que lo honra como uno de sus héroes y cuyo primer gobierno editó sus versos bajo el título Cantos de Amor y Guerra. Sabedor de que su vida podía llegar a su término abruptamente, había dejado ya escrito que labraba sus versos con tosco machete y escribía deprisa por si lo alcanzaba la muerte.

La figura de Gaspar tiene hogaño plena vigencia tras el colapso social y la pérdida de derechos que han impulsado la globalización y la agenda neoliberal, hoy desacreditada en lo ideológico aunque plenamente vigente en sus efectos. Asistimos en estos años al ascenso de un discurso del odio que recorre Europa, que se sienta en el Despacho Oval de la Casa Blanca y que, aupado por el integrismo evangélico, gobierna hoy Brasil y ha perpetrado un golpe de estado en Bolivia. Política de Fake News que, sirviéndose de las posibilidades de la sociedad digital e Internet, replica la vieja estrategia goebelssiana: repetir insistentemente falacias al objeto de señalar y criminalizar a los sectores más desfavorecidos de la sociedad, enfrentando a los penúltimos con los últimos y resguardando de toda crítica a las élites económicas. Un discurso del odio que patrimonializa los símbolos y las instituciones, que expulsa de la condición de ciudadanos y aun de personas a quienes no comulgan con su moral o su modelo de sociedad.

Si este discurso del odio se reclama custodio de la esencia castiza de la Civilización Occidental, Gaspar García Laviana representa una corriente subterránea que recorre toda la historia de Occidente, que se abreva en la herencia grecolatina y en la Escolástica situando como verdadero corazón del legado occidental, como verdadera expresión de la caridad cristiana, la defensa de la dignidad humana por encima de cualquier diferencia racial, y la consagración del orden social y la riqueza al bien común.

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