Rodrigo Amírola es licenciado en Filosofía por la UCM, posgrado de Análisis económico y político del capitalismo contemporáneo de la UB. Ha colaborado en medios de comunicación como la revista Sin Permiso, cuartopoder o CTXT. Actualmente, asesora a los Comunes en el Parlament de Catalunya.

La pandemia del coronavirus se ha llevado por delante la vida de más de 60.000 personas en todo el mundo. Más de 3.000 millones de personas están confinadas para tratar de contener la expansión de la enfermedad. Apenas un puñado de países, como Samoa o Sierra Leona, no han registrado casos de esta amenaza vírica, que ha puesto en jaque a la Humanidad.

Las consecuencias económicas y sociales no se han hecho esperar. Todos los ingredientes están preparados para un fuerte shock. Las previsiones para el PIB mundial en 2020 apuntan a una contracción de entre el 1 y el 3% de la economía, es decir, cifras similares o, incluso, peores a las de la Gran Recesión de 2008.

Al parón repentino de las principales economías productivas, hay que sumarle la crisis energética. Los precios del petróleo han saltado por los aires, dado el desplome de la demanda y la guerra suicida entre productores protagonizada por Arabia Saudí y Rusia, golpeando el corazón de la industria petrolera de EEUU con efectos imprevisibles para el conjunto de la economía mundial. Con metáfora gráfica: si ésta ya se encontraba al borde del precipicio antes del coronavirus – con Japón en recesión y crecimientos raquíticos de la UE y EEUU en torno al 2% –, el virus le ha dado el empujón que le faltaba para caer al abismo.

La crisis social adopta además rostros terroríficos en diferentes lugares del globo: el aumento exponencial del número de parados en las economías avanzadas, el avance de la mafia en el sur de Italia como actor paraestatal, que cumple funciones públicas como la garantía de seguridad o de necesidades básicas, o la expansión del hambre en las villas miseria de Buenos Aires. Si, como denunció Oxfam, 2.153 multimillonarios poseían en 2019 más dinero que el 60% de la población del planeta, ¿qué niveles de desigualdad y pobreza podríamos llegar a vislumbrar?

La Humanidad se ha redescubierto a sí misma como especie única en su fragilidad, en sus potencialidades y en sus límites ante la catástrofe propiciada por el virus. Se ha convertido ya en un tópico que el día después no seremos los mismos o que asistimos a un cambio de época. Pero, ¿qué crisis? ¿Asistimos al ansiado final del neoliberalismo? ¿Nos encaminamos a una reedición feliz del pacto social alcanzado después de la II Guerra Mundial por el capital y el trabajo en los países capitalistas del mundo occidental? ¿Hay motivos para el optimismo?

La crisis como (nueva) normalidad.

La mayoría de nosotros recordamos en piel propia la Gran Recesión de 2008, la crisis del capitalismo mundial más profunda desde el crack del 29, también las acciones contundentes tomadas para rescatar a los grandes bancos y empresas de Wall Street, y las grandilocuentes proclamas de refundación del capitalismo de los hasta ayer máximos y aguerridos defensores del sistema. ¿Por qué debería ser ahora diferente?

[1] Por de pronto, el virus es una catástrofe, que ha afectado a la Humanidad en su conjunto, a pesar de que se haya cebado con especial virulencia con algunas naciones. Tanto es así que, prácticamente, todos los gobiernos del mundo han acabado coincidiendo en que el confinamiento generalizado era necesario para contener la enfermedad. A pesar de las tempranas resistencias de líderes como Boris Johnson o Donald Trump de abordar al uso la crisis y tratar de buscar chivos expiatorios nacionales, al final tanto las versiones paródicas del sistema como los representantes del neoliberalismo encorbatado han hecho lo mismo.

El relato dominante sobre la crisis del 2008 acabó haciendo pasar gato por liebre: los responsables de la crisis habían sido aquellos individuos, colectivos o países que habían vivido por encima de sus posibilidades en el pasado y ahora tenían que pagar las consecuencias en el presente y hacia al futuro. Ahora, en cambio, no hay culpables que deban pagar.

[2] De la misma manera que vimos en 2008, en momentos de crisis profunda del sistema capitalista, los Estados intervienen para salvar los muebles que el sector privado solo puede contemplar, mientras se hunden. Este keynesianismo de mínimos no significa mucho por sí mismo, si no se habla de quién paga la factura. Aquí no valen bienintencionadas proclamas de unidad, porque en las crisis emerge el conflicto social por antonomasia, el conflicto de clase. Pero esta vez sí estamos viendo en directo la implosión de ciertos dogmas de la ortodoxia neoliberal.

No solo hemos visto a un avezado Boris Johnson, impugnando a la santa y seña del neoliberalismo inglés, Margaret Thatcher, con su ya célebre “el coronavirus ha probado ya que la sociedad existe”. También comprobamos que la UE ha sido capaz de suspender el principio de estabilidad presupuestaria, cuando reventar el corsé del déficit ya no era solo cosa de pobres griegos, sino una realidad inapelable para el Gobierno de Angela Merkel. O que nadie se atreva a defender, ni siquiera con la boca pequeña que lo privado es más eficiente que lo público. Por último, y solo como síntoma de una expresión de un sentido común económico cada vez más extendido, el Financial Times ha defendido en varios editoriales la necesidad de “reformas radicales” en dirección contraria a las últimas cuatro décadas de neoliberalismo, o de “políticas hasta hace poco excéntricas” como “la renta básica” o “impuestos a la riqueza”.

[3] Por último, y no menos importante, las poblaciones de los países capitalistas avanzados encadenarán la experiencia de dos crisis devastadoras en apenas una década. No es solo que a estas alturas las mayorías sociales de estos países no cuenten con el mismo colchón material, sino que afrontarán una nueva experiencia de politización.

Si, tras el 2008, se generalizó la sensación de agravio en amplias capas de la población y, particularmente, de las entendidas a sí mismas como “clases medias” por la avería del ascensor social, ahora puede hacerlo la convicción de que algo no funciona en el sistema. La radicalmente falsa y repetida idea de que el virus es un elemento exógeno al sistema capitalista no tiene visos de ser efectiva ante las evidencias de que nuestros sistemas de salud públicas se han visto fuertemente debilitados por los recortes, las residencias se han convertido en auténticas trampas de la muerte para nuestros mayores o el desmantelamiento industrial nos ha impedido el autoabastecimiento de material sanitario básico.

El espíritu de los balcones

En este paisaje de emergencia socio-sanitaria, tragedias personales y eclipse de ideas y prácticas neoliberales, se ha generalizado una acción común en España1, que da motivos para la esperanza: aplaudir a las ocho de la tarde desde balcones y ventanas a los trabajadores y trabajadoras de la sanidad pública. Médicos, enfermeras, profesionales de limpieza, etc. son aplaudidos, día tras día, desde que comenzó el confinamiento, como muestra de apoyo y admiración al conjunto del sistema de salud pública.

Una práctica ya tan familiar y, al mismo tiempo, tan extraña: un redescubrimiento de nuestra realidad común – de nuestro vecindario o nuestro barrio – desde la distancia; un reconocimiento del trabajo heroico de profesionales sanitarios, a los que sabemos desprovistos por el deterioro de lo público del material y los recursos necesarios; una paradójica expresión de unidad popular desde el espacio privado. Podríamos decir: momentos cotidianos de destrucción del viejo orden y de construcción del nuevo en un momento excepcional. Así parecen atestiguarlo los elevadísimos porcentajes de participación popular de hasta un 70%, según una reciente encuesta de 40db, junto al intento oportunista y fariseo de apropiárselo por parte de políticos que defendieron la privatización del sistema de salud y regalos fiscales sistemáticos a los más ricos.

Ese espíritu de los balcones fraterno y civilizador, que crece estos días en otras iniciativas solidarias y de apoyo mutuo, se expresa con especial fuerza en los barrios populares de las grandes ciudades del país: Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla… No por casualidad: son ellos y ellas quienes más padecieron las políticas de austeridad y recortes, y quienes acuden al centro sanitario público de su barrio cuando enferman. También quienes con igual entusiasmo abroncaron al Rey las pasadas jornadas del 18 y 19 de marzo por su vergonzoso papel durante la crisis, que llegó incluso a instrumentalizar esta para tapar las corruptelas y negocietes de su Casa.

Pero esta no es la única fuerza social presente en la actual sociedad española. Los partidarios de un neoliberalismo declinante podrían reinventarse a sí mismos, manteniendo el núcleo duro de su proyecto social: la hegemonía del capital financiero con un Estado deudor que ampliara sus funciones vitales con un refortalecido sistema público de salud (ante las amenazas cada vez más ciertas de nuevas epidemias globales), pero continuase pulverizando el poder de la clase trabajadora con un mercado laboral asalvajado. Además, los partidos de la derecha, que tratan de desestabilizar al gobierno con una brutal campaña de acoso y demonización; la patronal pendiente de defender con uñas y dientes sus beneficios; los grandes medios de comunicación; la propia monarquía, incluso miembros del gobierno, alentarán un discurso de unidad y sacrificios para que paguen la crisis las mayorías sociales. En pleno eclipse neoliberal, cuando se abre un periodo de incertidumbre y tinieblas, en que algunas ideas y fuerzas sociales en declive se resisten a desaparecer, asistiremos a una auténtica encrucijada.

Veremos si este espíritu de los balcones se abre paso en calles, plazas e instituciones públicas el día de mañana con vocación de forjar un nuevo consenso social –que deberá tener necesariamente un correlato europeo– con reformas radicales de redistribución de la riqueza, ampliación de derechos y de una transición ecológica de nuestra economía. O si, por el contrario, el neoliberalismo se resiste a morir y una austeridad reforzada acompañada de un nuevo autoritarismo consigue volver a hacer caer el coste de la crisis sobre los hombros de la mayoría social. Como escribió el poeta que mejor expresó la agonía de la Segunda República Española: ni el pasado ha muerto, ni está el mañana – ni el ayer – escrito.

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1 También se ha visto repetida en otros lugares del mundo como Italia, Francia, Argentina o la India.

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