Monchu García es activista social y militante socialista

En cada ocasión que nos acercamos a la acción política pública, disfrutamos de una obra teatral. En mi opinión, el debate político, se afronta por sus protagonistas institucionales o públicos con mucho, con excesivo diría yo, teatro.  Entendiendo teatro como actuación representativa y exagerada, con aparentes seguridades y verdades absolutas reducidas a frases publicitarias. Todo en busca de incautos clientes o para satisfacción de la propia clientela. Sin embargo, a poco que uno se fije, se ve la impostura y se adivina en ello una forma de entender la acción política como algo en que se debe, no tanto transformar la realidad, como aparentar que  se hace. No tanto solucionar problemas como señalar a las causas y a los causantes de que no pueda hacerse. Es también importante en los usos de de nuestros representantes, apropiarse de cualquier éxito colectivo como si exclusivamente de su parte se tratase.

No es que esto sea un comportamiento que debamos ver como extraño, ni exclusivo únicamente de  aquellas personas que nos representan. No debemos olvidar que nuestros y nuestras representantes políticos, son un reflejo de la sociedad a la que deben servir. Puede que no nos guste lo que hay en el espejo, pero no es otra cosa que nuestro reflejo. De ahí se desprende que la banalidad en el discurso, el uso excesivo del lenguaje superlativo y la falta de profundidad en los argumentos, así como la reducción absurda a las mínimas opciones de solución de cada problema, sean las características dominantes y aceptadas por el conjunto de la sociedad y de quienes por ella actúan en las instituciones. Así, el nivel del debate se iguala en la plaza pública, en el bar y en las cámaras de representantes.

Siempre pensé, y pude comprobarlo en mi tiempo como concejal, que el pleno municipal, al igual que otras cámaras de las diferentes administraciones, son en el desarrollo de sus sesiones, tanto en sus formas como en ocasiones en sus contenidos, una representación exagerada de plasmar los acuerdos y desacuerdos que ya son conocidos. Esos debates nos son útiles, más allá de la formalidad, salvo para que los hooligangs de cada bando se sientan reforzados en sus argumentos, para poder sostener, con un debate facilón, su defensa de la postura oficial de cada parte.

Hay en la política de partidos y en la institucional un miedo atroz a reconocer las propias limitaciones sin señalar las del adversario, a contar lo complejo de un asunto, no vaya a parecer que se es incapaz. Se intenta en cambio reducir cada asunto, por complicado que sea, a la mínima expresión para facilitar su compresión y la toma de posición propia y de los propios. Se renuncia  a FORMAR a la ciudadanía. Se prefiere, en una permanente huida hacia delante, simplificar e infantilizar la acción política, en la esperanza de que la mediocridad dominante, permita la supervivencia individual o colectiva de cada representante y cada fuerza política. La mayor parte de los grandes problemas de una sociedad son realmente complejos y necesitan el concurso de una amplia representación de la misma, no solo para encontrar soluciones, sino para aplicarlas de manera duradera. Pensemos mismamente en la educación, o la sanidad o las pensiones… Nada duradero se hará si no se es capaz de sumar a un debate serio y profundo a una mayoría de la sociedad a través de sus representantes. Se intenta construir desde las instituciones CONTRA el adversario y nunca CON el legítimo representante de otra visión del mundo. No quiere esto decir que haya que renunciar a las propias ideas, ni que haya que estar en todos los acuerdos, pero la norma debería ser el debate riguroso. Luego, obviamente, hacer valer el peso electoral que cada uno tenga, si, pero sin renunciar a que ese debate sea profundo y detallado.

Creo que la política es convencer con argumentos. Estos deberían estar basados en conocimientos, cuando los haya, pero también con las dudas y temores, que nos demuestran que mucho está por construir y no podemos tener certezas absolutas sobre lo que no conocemos. Entiendo que debe darse certidumbre y confianza en que se bucarán las soluciones, pero no ofrecerlas sin tener la certeza de encontrarlas.

La política no puede ser solo convencer sin más, pidiendo actos de fe a los «feligreses» de cada parroquia y a los incautos que la puedan rondar. Por eso es necesario que en la política estén personas que se crean su trabajo. Si, trabajo, sea remunerado o no, es un trabajo. Personas que estén dispuestas a convencer a sus adversarios con sus argumentos y no solo a confrontar con ellos. Personas que del mismo modo, también estén dispuestos a abrirse a otras posibilidades argumentales y a admitir que la conclusión de los debates no puede estar prefijada; que el resultado puede ser muy diferente a lo previsto con los innegables prejuicios de partida con que se afronta.

En el viejo programa máximo del PSOE había reflejada una aspiración, que ya se recogía en su acta fundacional:

El ideal del  PSOE es la completa emancipación de la clase trabajadora; es decir, la abolición de todas las clases sociales y su conversión en una sola de trabajadores, dueños del fruto de su trabajo, libres, iguales, honrados e inteligentes.

Yo sigo creyendo en ese ideal y creo que es importante detenerse en la última palabra de esa tan vieja como actual aspiración. La palabra inteligentes.

No creo que se refiera a que todas las personas deban tener un Coeficiente Intelectual de determinado nivel, sino a que todas tengan un formación cultural lo más elevada posible, que les permita afrontar con autonomía de pensamiento y como miembros  de una sociedad compleja los problemas con los que individualmente o como colectivo deban enfrentarse. Es decir una ciudadanía crítica, que no es lo mismo que criticona, que sea capaz de no dejarse engañar y a la vez de aportar con su participación al progreso social.

Si esa era una aspiración, no veo yo que se den pasos en esa dirección desde la acción política. Muy al contrario, lo que se ve es más bien, un debate sobre eslóganes prefabricados. Se debate sobre la propiedad excluyente de los símbolos que debieran ser comunes, se arroja al exterior del partido o de la patria, o de la decencia, o de la bondad; siempre propiedad de que quien emite el discurso, a cualquiera que piense diferente, o lo que es peor, lo haga público.

Este nivel de teatro, está contribuyendo a ahuyentar de la política, a muchas personas con algo que aportar. Denigra la acción política y hace que cualquiera que se dedique a ella parezca sospechoso de todos los males de la humanidad.

En fin, como decía antes, sobre el escenario están aquellas personas que representan al conjunto de la sociedad, si no nos gusta la obra, deberíamos empezar a escribir otro guión y a buscar un nuevo elenco… Y eso solo puede hacerse participando y esperando que quienes alcancen responsabilidades políticas, promuevan esa FORMACIÓN ciudadana, que es la que permite ser libre y no esclavo de liderazgos prefabricados, eslóganes y símbolos enlatados.

No hay libertad sin conocimiento y ningún conocimiento es suficiente.

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