José Ovidio Álvarez Rozada es directivo de la Sociedad Cultural Gijonesa y profesor de Filosofía

Un mundo dominado por la incertidumbre

Vivimos tiempos de incertidumbre. La Covid-19 ha desatado una crisis económica y social a nivel global, además de un drama humanitario como no se recordaba desde la II Guerra Mundial y la crisis de 1929. Pero, con todo, ha venido más bien a acelerar procesos y contradicciones que estaban ya en marcha, en torno a los cuales se definirá el futuro político para las próximas décadas y el futuro de Europa y España.

La severa crisis medioambiental, derivada de nuestros modelos productivos extractivistas, que afectan severamente a los ecosistemas y cada vez más a las condiciones de vida de las comunidades humanas, no deja de guardar relación con la aparición de epidemias como la que nos ocupa: como explican los biólogos, la ganadería y la agricultura intensivas, así como la destrucción de los ecosistemas por la presión de las poblaciones humanas, favorecen los procesos de zoonosis por los que los virus saltan de los animales salvajes al ser humano.

Las dinámicas de deslocalización productiva desde países desarrollados a economías emergentes, que tan bien conocemos en Asturias y que se vienen produciendo desde los años ochenta, han mermado la capacidad de las sociedades europeas para autoabastecerse de manufacturas estratégicas, de tal manera que la presente crisis pone sobre el tapete la necesidad de reducir la dependencia de las redes internacionales de distribución.

Asimismo, sobre el retroceso del estado social y los derechos sociales, acelerado por la crisis de 2008, percuten ahora los efectos de la Covid-19, aumentando las tensiones sociales y las desigualdades, creando un clima propicio para el auge de movimientos y opciones xenófobas que están fortaleciéndose en toda Europa. Vivimos en una época en que valores esenciales de la democracia liberal son cuestionados a través de medios de comunicación ultraconservadores y un intenso activismo en redes sociales, que sin embargo invocan la libertad individual como gran principio rector, al tiempo que los fundamentos del Estado Social, como la redistribución de riqueza a través de los servicios públicos y la progresividad fiscal, son presentados como radicalismo de izquierdas.

Y todo ello se encuadra en una reorganización del sistema-mundo internacional. Hemos pasado del incontestable dominio de EEUU tras la implosión del Bloque Socialista, a un mundo multipolar donde EEUU y China se disputan la primacía económica y la hegemonía global. Estamos inmersos en lo que muchos autores denominan ya la Nueva Guerra Fría, con guerras comerciales, carreras por la supremacía tecnológica en sectores punteros, conflictos armados en zonas calientes y áreas periféricas, en cuyo trasfondo está la influencia de las grandes potencias.

Tales cambios dejan a la UE en una tierra de nadie: ¿qué papel va a jugar en este orden mundial?; ¿seguirá estrechando lazos comerciales con China, potencia que realiza inversiones fundamentales en infraestructuras de transporte y tiene una presencia en creciente en diversos ámbitos económicos?; ¿el alejamiento entre la UE y EEUU que se ha producido con la administración Trump, se revertiría con una administración demócrata u obedece también a corrientes históricas de fondo?; ¿caminará la UE hacia una integración federal, corrigiendo sus desequilibrios internos, procediendo a una armonización de sus sistemas fiscales, de su legislación laboral y articulando mecanismos eficientes de cohesión y redistribución de riqueza a escala continental o la unión política, que cada vez suscita más desafección ciudadana, continuará debilitándose? Los desafíos que supone la conmoción social y económica de la COVID-19 han acelerado los tiempos históricos.

La UE y el Brexit

España y la UE

En España, la entrada en la Comunidad Económica Europea fue percibida como un elemento fundamental para la modernización y la democratización del país tras el Franquismo. El trauma de la dictadura acabó generando en buena parte de la sociedad española un cierto complejo de inferioridad social ante las democracias avanzadas del continente. La llegada de los Fondos de Cohesión durante los gobiernos de Felipe González fue clave para la construcción de importantes infraestructuras, al tiempo que España experimentaba un sustancial cambio sociológico, disolviéndose la influencia de la doctrina nacionalcatólica, aunque el franquismo dejó una fuerte impronta en la estructura económica del país, en el ideario conservador y en estamentos como el judicial. Todo ello se tradujo un europeísmo acrítico que se negaba, y se sigue negando, a ver las contrapartidas: las condiciones de entrada en la CEE y los tratados y directrices económicas, como los criterios de estabilidad presupuestaria (ahora en suspenso por la COVID-19), de lo que en 1992, con el Tratado de Maastrich, pasó a ser la Unión Europea supusieron el desmantelamiento y la privatización de importantes industrias estratégicas y la asunción de una serie de directrices que llevaron al país a especializarse en sectores económicos de bajo valor añadido como las exportaciones agrícolas, la construcción, anudada con la burbuja inmobiliaria, y el turismo. No se puede entender la situación política y económica de España en las últimas décadas sin atender a la forma en que nos insertamos en la UE y las consecuencias de la división social del trabajo a escala continental: la configuración de un centro y una periferia donde la Europa del Sur y la Europa del Este conforman economías importadoras de los manufacturas alemanas y donde se perfilan importantes desajustes en la política fiscal, con paraísos fiscales como Países Bajos que drenan recursos de otros países facilitando prácticas de elusión a las grandes multinacionales. Además, la construcción de una unidad económica no vino acompañada de mecanismos para compensar a economías como la española la renuncia a la soberanía monetaria. Nuestro compañero en la directiva de la Cultural Gijonesa, el economista Luis Miguel González, ha explicado cómo la renuncia a los mecanismos de devaluación competitiva que nos permitía la peseta hace que nuestro país, al igual que Grecia y Portugal, acumule un déficit comercial de forma estructural con respecto a Alemania; ésta, por el contrario, es la gran beneficiaria de la unión monetaria.

La Comunidad Económica Europea, que echó a andar a partir de los Tratados de Roma de 1957, se abrevaba en una tradición europeísta que planteaba que un espacio comunitario basado en el mercado común y los derechos ciudadanos sería la vacuna para impedir un nuevo conflicto bélico como las dos guerras mundiales. Tras esos ideales latía algo más prosaico: el Plan Marshall para la reconstrucción de la Europa Occidental, impulsado por EEUU, y el reparto de áreas de influencia entre éstos y la URSS. La CEE no puede entenderse al margen de la creación de un bloque occidental en el marco de la Guerra Fría. Eran los tiempos de las políticas de estímulo de demanda y la apuesta por unas correcciones sociales al capitalismo que garantizasen la cohesión social frente a la capacidad de seducción del contramodelo que representaba el Bloque Socialista.

La actual Unión Europea, que emergería con el Tratado de Maastrich, representa una cierta ruptura con el proyecto originario de la CEE. Sus normas comunitarias y los principios inspiradores de sus tratados tienen que ver con el modelo neoliberal y la revolución conservadora de los años 70 y 80. Control del gasto público, limitación del déficit, desregulación del mercado laboral, apuesta por la gestión privada de los servicios, privatización de empresas públicas… una panoplia de medidas cobijadas bajo la idea de la economía como una disciplina puramente técnica, presidida por el dogma de Fe de la supuesta auto-regulación del mercado, que tan conveniente resulta para los intereses de grandes multinacionales y del capital financiero.

Ante la amplitud de la crisis que está trayendo la pandemia, muy diferente a la crisis financiera de 2008, con todo su drama humano y sus terribles efectos sociales, algunos de los principios que ordenan el funcionamiento de la UE han quedado en suspenso. Se han suspendido los mecanismos de estabilidad presupuestaria y desde el BCE, que continúa con la compra de deuda pública, se ha llamado a crear salarios de emergencia. La Comisión Europea prevé incluso que los estados miembros puedan eventualmente nacionalizar empresas estratégicas y se disponen importantes partidas para el estímulo económico a partir de transferencias directas a los estados, aunque con la férrea oposición de algunos estados miembros. Pero, lejos de poder hablarse de la muerte del neoliberalismo como lógica política, hay más bien una situación excepcional ante la que se admiten medidas excepcionales y la suspensión de algunos mecanismos de austeridad que ahora serían letales. Pero no cabe hablar de un cambio de paradigma, aunque el modelo netamente neoliberal probablemente no pueda retomarse, al menos, en toda su crudeza.

Lo que sí hay es una situación tremendamente abierta, que refleja un juego difuso de equilibrios de poder y correlaciones de fuerzas, y una UE atrapada en sus estructuras anquilosadas y las disputas entre los diferentes países y bloques. Mientras que en EEUU el gobierno y la Reserva Federal pudieron establecer rápidamente fuertes previsiones de inversión públicas para reactivar la economía, mientras que en el Reino Unido su banco central anunciaba las medidas oportunas para proteger las emisiones de deuda, las instituciones de la UE deben cabalgar un tráfago en el que Alemania actúa como gran potencia continental y director de orquesta. Si en la anterior crisis Merkel operó como cancerbera de los dogmas austericidas, aplastando el conato de insubordinación de Grecia, ahora, para defender sus propios intereses comerciales y sus nichos de exportación, ha tenido que terciar entre los gobiernos de la Europa del Norte, que espoleados por su propia dinámica electoral juegan con la retórica de la austeridad, y los países del Sur, como España, cuyas características económicas los hacen muy vulnerables a los efectos sociales de la Covid-19.

Es lo que se patentizó en la turbulenta Cumbre Europea de julio para definir las medidas frente a los efectos económicos del coronavirus. La cicatería de los gobiernos del Norte, con Holanda a la cabeza, redujo las transferencias previstas para la reconstrucción económica a 390.000 millones de euros frente a los 500.000 de la propuesta inicial. Puede parecer mucho pero es muy insuficiente para paliar los efectos de la pandemia. Lo que sí se revela es la posibilidad de que los países del Sur, especialmente España e Italia, actúen de forma coordinada para condicionar las políticas comunitarias y lograr medidas correctoras de las asimetrías que caracterizan la zona euro.

El problema, justamente, es la preminencia de ese europeísmo acrítico y pacato al que hacíamos alusión más arriba, muy arraigado en la sociedad española y en las fuerzas de izquierdas. La UE dista mucho de ser un estado federal y tampoco parece que se den las condiciones para que pueda serlo, siquiera en el corto plazo, al tiempo que su condición de principal área económica del mundo se ve cada vez más disminuida. Por otro lado, las estructuras de gobernanza comunitaria limitan la soberanía de los estados, otorgando una posición de fuerza a Alemania, pero no ofrecen espacios efectivos de control ciudadano sobre la Comisión Europea y otras instituciones de la UE, sensibles a las presiones del capital financiero y multinacional.

Si se pretende defender el estado social, los servicios públicos y los derechos laborales en Europa y en España, hemos de estar dispuestos, como sociedad, a cuestionar las actuales estructuras comunitarias y las lógicas neoliberales que inspiraron los tratados comunitarios, planteando su reforma o quizás, incluso, alguna alternativa que se pueda explorar junto a otros países para presionar a la UE y resistirse a las imposiciones de los grandes poderes económicos. No cabe idealizar instituciones políticas nacidas al socaire de Guerra Fría y que han evolucionado bajo la inspiración neoliberal; pero tampoco pasar por alto que, en un sistema mundo donde las interdependencias económicas y políticas se han estrechando y donde la pugna geopolítica ha convertido el futuro en un escenario abierto, el intento de recuperar la soberanía política para defender las conquistas sociales que vienen siendo erosionadas en las últimas décadas implica buscar la alianza con países de características similares al nuestro. Pero, ahí, nos topamos de nuevo con el gran drama de nuestro país: la imposibilidad de definir políticas de estado que no respondan a los grandes intereses económicos y financieros, la incapacidad de tejer consensos políticos y el nivel de envilecimiento de cualquier debate político, que sumerge a las fuerzas políticas españolas en un profundo cortoplacismo. Refugiarse en un alborozado europeísmo por las medidas de estímulo que ahora se prevén, como parece que hacen las principales fuerzas de izquierdas, sin situar desde el gobierno el debate sobre la UE, la necesidad de cambiar una articulación legislativa que escamotea la soberanía a las poblaciones y consagra un modelo regresivo, es tanto como renunciar a prepararse ante las disputas que están por venir en el presente inmediato.

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