Llorián García Flórez es Doctor en estudios musicales y sonoros por la Universidad de Oviedo.

Se ha hablado mucho en los últimos años sobre el giro conservador de Gijón. De ese cambio en una corriente de fondo, inesperado para muchas y muchos, de la que en otro tiempo fue la ciudad de referencia del dinamismo social y cultural en Asturias. Algunas producciones audiovisuales sobre la historia reciente de Gijón, como el documental Lluz d’agostu en Xixón (2017) o el más reciente Generación Xixón Sound (2024), dan cuenta de ello con claridad. De una situación de perplejidad, cuando no de depresión y desánimo, como la que nos deja en el cuerpo la inesperada destitución de Pablo de Soto al frente del centro de arte de la ciudad. 

Yo no sé cuáles fueron las razones que llevaron a una decisión tan contundente, tan drástica. Leo las declaraciones públicas, las que se han difundido en los medios de comunicación, y hay algo que no comprendo. Entiendo el significado de lo que se dice, pero no consigo incorporarlo. Hay algo que se me escapa, eso con certeza; algo que, por alguna razón, no va más allá de mi comprensión. Reconozco que hay un malestar que se me mete en el cuerpo y que no me deja indemne.

Conocí a Pablo cuando ya era director de LABoral. Me cayó bien. Pero ni siquiera su buena disposición, ni la mediación del buen amigo común que nos presentó, me convencían en aquel primer momento de lo que un centro como LABoral podía aportar a la vida social y cultural de Asturias. Mucho menos me convencía la idea de que todo aquello pudiera enriquecer mi propio trabajo intelectual. Influido por lo que probablemente también fuera el sentir de mucha más gente, veía LABoral como un lugar ajeno, poco propicio para abrir el arte a las problemáticas de Asturias; un centro poco o nada atento, desde luego, a los desafíos que podía traer el mundo rural. Como tantos y tantas –supongo–, me sentía ajeno. Sin embargo, y a pesar de todo, me animé a colaborar.

De la figura de Pablo, me convenció su interés por el asturiano, por la forma desprejuiciada con la que miraba la cultura tradicional y la asturiana en general. Acostumbrado como estaba al desprecio por lo propio, en él percibía atención, un interés genuino por encontrar formas de articulación entre mundos tan alejados como los que representábamos él y yo. Y así llegó la primera colaboración: El mundo es bosque, la bellísima instalación de Rotor Studio (2023), inspirada en la obra de Úrsula K. Le Guin. Lo primero fue el asesoramiento lingüístico y la traducción, pero la cuestión filológica dio paso rápidamente a problemas de mayor calado. ¿Cómo pensar de manera decolonial la recepción de las principales corrientes de pensamiento que recorren el mundo? ¿Cómo puede el arte participar activamente y de forma transformadora en los debates relevantes para pensar la vida en Asturias? 

Criado en Gijón, Pablo volvía a su ciudad natal tras un potente proceso de formación, culminado con ocho años de trabajo en Brasil. Gracias a esta experiencia, tuvo la oportunidad de conocer algunos movimientos que, con su audacia, hoy iluminan el mundo. Creo que fue eso lo que hizo que, a pesar de la diferencia en nuestros puntos de partida, aprendiéramos a entendernos bien. A partir de ahí, comenzó a tomar forma un rico proceso de conversación e intercambio de ideas, en el que ambos tuvimos la oportunidad de matizar y elaborar conjuntamente nuestros respectivos puntos de vista. Porque, claro, Pablo y yo no pensamos igual sobre las cosas. Venimos de tradiciones intelectuales y políticas muy distintas: él, desde una concepción cosmopolita de la cultura; yo, desde el asturianismo, desde la escucha de lo que nos dice la herencia enraizada. Lógicamente, la cuestión aquí no era aspirar a convencernos el uno al otro de cómo eran las cosas, sino ingeniárnoslas para ver de qué manera podríamos aprender a cooperar. De alguna manera, entendimos que era en ese «diálogo imposible», por emplear la expresión de Antonio Lafuente, entre los mundos de la experimentación artística y la cosmopolítica de los pueblos enraizados, donde teníamos que intentar inventar algo con lo que aportar a la esfera pública asturiana. 

La primera actividad en la que participé tenía mucho que ver con todo esto: un grupo de lectura en la librería La Revoltosa, que expandía y reconfiguraba los límites de la exposición. Queríamos convertir El mundo es bosque en un espacio de pensamiento expandido, en una oportunidad para abrir los muros de LABoral a la ciudad y a la participación de los movimientos sociales. Aprovechando la temática del bosque, realizamos, junto con la investigadora Isabel Lafuente, un ejercicio de recepción de una de las obras más importantes de la antropología contemporánea: How Forests Think: Toward an Anthropology Beyond the Human, de Eduardo Kohn (2013). Esta manera de trabajar, a medio camino entre la experimentación artística, el pensamiento contemporáneo y la colaboración con los movimientos sociales, fue el germen del programa público que, unos meses después, tuve la oportunidad de diseñar en el contexto de la exposición Rodrigo Cuevas: la gracia de la agitación folklórica. Pero la actividad del bosque no solo enriqueció a quienes participamos en el grupo. También dio pie a algo más, algo que no siempre es fácil de cuantificar y que, desde luego, escapa a lo que puede consignarse en el puro cálculo de la estrategia política.

Hay, como en todo, formas de enriquecimiento intangibles, planos sutiles de la transformación que son fundamentales para comprender cómo toman forma los procesos de cambio en lo cultural cuando los observamos desde abajo. Y, a la inversa, siempre hay rastros, formas de la evidencia, que nos hablan de por qué las cosas fracasan cuando se prescinde del papel de quienes operan desde abajo. Esta dimensión, que las viejas formas patriarcales de la política tendieron a desdeñar, es hoy, sin embargo, fundamental. Así lo reconocen sin dudarlo las principales corrientes de los feminismos populares, en su alianza estratégica con los poderes más enraizados. Más allá de la vieja obsesión partidista por el control del discurso, por limitar el terreno de la política a la lógica del puro cálculo, estas corrientes, atentas al poder de lo molecular, de lo micro, de aquello que anida en los cuerpos, sitúan en el centro del análisis político la potencia de una resonancia social incalculable. Es decir, algo casi invisible, pero que interviene en lo colectivo de formas imprevisibles, a partir del terreno sembrado –o esquilmado– por las acciones del poder institucional. Pablo supo muy bien, me parece a mí, conectar con algo de ese potencial, tan difícil de exorcizar, y supo poner su grano de arena en la construcción de este reto colectivo. Lo repetía a menudo: convertir LABoral en una herramienta con la que repensar lo común, con la que contribuir a elaborar lo que queremos que sea la vida en Asturias.

Aquella experiencia inicial con el grupo de lectura dio pie a una serie de conversaciones que se fueron intensificando en los meses siguientes. En mi caso, esto generó un interés renovado en la actualidad de los bosques tradicionales en Asturias y en la manera en que esto podría impulsar nuevas formas de acción colectiva en alianza con los movimientos sociales, tanto rurales como urbanos. Sin duda, esta fue la inspiración de una experiencia piloto que llevamos a cabo unos meses después en Piloña, en aquella primera época de la Benéfica: una actividad de senderismo crítico que partía de la fiesta del amagüestu –tan folclorizada, tan urbanizada– para situar en el centro la búsqueda de las castañas necesarias para la celebración. Del amagüestu como exhibición, como experiencia de consumo, pasábamos a enfocarnos en la recolección y el trabajo no alienado como fundamento de la fiesta; como un espacio crítico para cuestionar la alianza entre ocio y consumo, y para explorar una suerte de situacionismo rural. Además de la propia Benéfica, participaron en la iniciativa la Asociación Cultural Les Ablanes y miembros de la Fundación Etnográfica Belenos, estableciendo conexiones entre tradiciones de corrientes divergentes que, gracias a este proceso de elaboración colectiva, lograron generar algo distinto. Si bien la actividad no fue organizada explícitamente por LABoral, nunca habría llegado a existir de no haberse generado previamente este caldo de cultivo. La gestión de Pablo se desbordó a sí misma en este sentido y dio lugar a múltiples formas de colaboración informal que, a través de relaciones de mutualidad y confianza, terminaron produciendo valiosísimas insights de inteligencia colectiva. Gracias a ello, de repente, se hizo posible vincular las intuiciones experimentales que provenían de la creación artística con el impulso reactivador de los colectivos centrados en el patrimonio etnográfico e inmaterial.

A raíz de esa primera experiencia, la actividad de la recolección se consolidó como una de las fundamentales en la programación anual de la Benéfica, y muchas otras actividades similares comenzaron a proliferar en los alrededores, impulsadas por otros actores arraigados en el tejido rural. Parece que llegó a inspirar incluso una producción audiovisual sobre la gueta en el mundo tradicional, movilizando así una forma de transformación que no funciona jerárquicamente, sino que extrae su potencial de la fuerza del contagio: de manera transversal y entre actores descentralizados de la sociedad asturiana organizada. Todo esto para hablar de las externalidades positivas, de lo que significó, en mi opinión, la gestión de Pablo de Soto al frente de LABoral. Desde luego, estas externalidades nos exigen repensar cómo ponderamos la relevancia del trabajo de gestión cultural cuando hablamos de lo público; es decir, más allá de los laberintos burocráticos, cómo entendemos la relación entre creación artística, política y cambio social. ¿Cómo podríamos hacer para volvernos capaces de honrar la importancia de esto? ¿Cómo evitar caer en la confrontación ante una situación así? O, por decirlo con Donna Haraway: ¿cómo seguir con el problema?

Puse solo un ejemplo, pequeño pero significativo; y podría mencionar muchos más. Podría hablar, por supuesto, de mi experiencia como co-comisario, junto a Ricardo Villoria, en la exposición de Rodrigo Cuevas, de la que ya se ha hablado ampliamente en otros medios, tan exitosa; y de muchas otras actividades, como el grupo de investigación multidisciplinar Asturias, de Paraíso Natural a Refugio, en el que tuve el honor de colaborar. Con la participación de activistas, políticos e investigadores internacionales de primer nivel, esta experiencia dio lugar al documental Asturias, Refugio Climático (2023), estrenado en el Festival Internacional de Cine de Xixón, y formó parte de la programación cultural de la Presidencia española de la Unión Europea en 2023. También podría haber hablado del papel de LABoral en la potenciación del trabajo con los artistas asturianos, y que, en mi caso, está en el origen de un proyecto piloto de investigación artística a nivel estatal que tuvimos la oportunidad de desarrollar en el CSIC. Todas estas actividades tienen su historia, pero no me detendré en ello. Remiten en esencia a lo mismo: a lo que sucede cuando se sabe abrir las instituciones públicas al encuentro entre la creación artística contemporánea y el potencial de los movimientos sociales y de la cultura popular. Porque no se trató solo de la captación de nuevos fondos europeos o de las impresionantes cifras de visitas; hay algo en esta dimensión micropolítica, invisible, que Pablo supo cuidar. Es una pena –y me duele– que tengamos una esfera pública tan viciada que nos aleje de poder mantener una conversación honesta sobre la relevancia de todo esto en el ámbito de la política pública. Y es aquí también donde ese estado de perplejidad, de tristeza y de desánimo al que me refería al inicio del texto regresa para asolarnos. 

En un ensayo ya icónico de los estudios culturales, el investigador de la cultura popular Mark Fisher teorizó sobre la desaparición de los futuros alternativos que acompañó el auge del neoliberalismo en el contexto anglosajón. Fisher vinculaba esta destrucción del componente utópico con una situación de regresión micropolítica, perceptible en el estado de la cultura popular. Frente a los fenómenos de democratización de la vanguardia que se dieron a partir de los años sesenta, se abría paso entonces un ethos gris, desanimado, sin expectativas de futuro, y que parecía condenado a una relación tóxica con los fantasmas del pasado. Las resonancias con el Gijón que nos queda son evidentes; pero no solo. Al leer a Fisher, siempre pensé que hay algo en la política cultural gijonesa (y asturiana en general) que heredamos de la década de los noventa y que se conecta con todo esto, con los vampiros de la ciudad transicional, por emplear la célebre canción de Nacho Vegas. 
Lo que Pablo nos aportó en este breve lapso de tiempo, me parece, fue un intento de reabrir el futuro, de exorcizar, de reconectar de una forma nueva, estimulante y esperanzada, con la sensación de que las cosas podían ser diferentes; de que, desde los espacios institucionales, era posible generar alianzas matizadas, complejas, que nos llevaran a construir una Asturias distinta. Y, en buena medida, lo consiguió. A este encuentro novedoso que Pablo inventó, entre una concepción distribuida de la creación artística y los problemas que son relevantes para pensar la vida en Asturias, es a lo que yo llamo experimentalismo popular. Su promesa sigue abierta.

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