Silvia Cosio es editora

El virus que lo ha cambiado todo para que todo siga igual

Los cambios que están por venir no serán fruto de la crisis del coronavirus. La pandemia ha podido acelerarlos pero no los ha impuesto, y estos cambios ya no eran ajenos al mundo de la cultura. Vivimos desde 2007 bajo el mandato único del capitalismo de demolición: tras el estallido de la crisis financiera las élites iniciaron políticas de socialización de pérdidas y de redistribución de la riqueza de abajo hacia arriba imponiendo recortes y financiando con dinero público a la banca privada.  El capitalismo de demolición es el último estadio de la deriva del neoliberalismo desatado de los años ochenta.  Bajo el capitalismo de demolición se ha ido desmantelando todo aquello de lo que no se pudieran extraer ganancias. No es casual que los mayores recortes se impusieran en la sanidad y la educación públicas y se apostara por lo que las mentes preclaras llaman la colaboración pública-privada, que consiste, principalmente, en gestionar desde empresas privadas y con ganancias lo que antes se gestionaba desde las administraciones, y en socializar las pérdidas cuando dicha gestión se muestra incompetente, que suele ser la gran mayoría de las veces. Lo hemos visto con la gestión de hospitales públicos o con las autovías, cuyo rescate nos ha costado 2000 millones de euros.

La crisis sanitaria ha permitido que estallaran las costuras del capitalismo de demolición, que se ha mostrado en toda su crudeza con el desborde de la sanidad pública y sobre todo con la mortalidad y la condiciones de vida de las personas en las residencias de ancianos tras años de privatizaciones y dejadez institucional.

La cultura no ha permanecido a salvo de la lógica extractiva. El abandono institucional es evidente. Hemos ido mudando incluso la forma en la que nos referimos a ella: hemos pasado de hablar de Cultura a hablar de industria(s) cultural(es).  Pero la cultura no opera únicamente en el eje productivo, opera también en el eje simbólico. Nos viste y engalana y nos enseña como un bonito regalo al mundo; en los tiempos del despilfarro llenábamos nuestras ciudadades de inmensos envases culturales que mostraban a Europa que a modernos, cultos y comprometidos con la arquitectura de vanguardia (fuera lo que eso fuera en el siglo XXI) no nos ganaba nadie. Pero por debajo del hormigón la marea seguía subiendo.

Y llegó el comandante y mandó parar

Y entonces llegó el 15 de marzo y todo se paró. Y aprendimos a diferenciar entre lo que eran actividades esenciales y las que eran superfluas; entre estas últimas nos encontramos con cositas tan irrelevantes como la cultura y la educación, que quedaron al albur de las buenas intenciones y el compromiso de quienes se dedicaban a ellas.

Durante los primeros días del Gran Confinamiento, con nosotros todavía en shock, las redes se llenaron de contenido cultural: música, libros, películas… que creadores y distribuidores compartieron libre y gratuitamente con el fin de ayudar a pasar el encierro y el aturdimiento.  Era tanta y tan variada la programaciòn cultural que resultaba hasta abrumadora. Cultura on line de forma gratuíta y plataformas de streaming con  las que poder darse maratones de series y cine durante las largas y tediosas horas de encierro. La tele se mostró para mi generación como un monstruo inútil que escupía datos aterrorizantes mezclados con las opiniones de un montón de seres que no teníamos muy claro cómo era posible que pudieran ser considerados trabajadores esenciales. Y luego venían las ruedas de prensa con señores con medallas en las que menos mal que Fernando Simón y su empatía y serenidad.  Eran los días en los que todavía creíamos que de esta crisis íbamos a salir mejores, hasta que llegó Grande Marlaska y nos recordó que la Ley Mordaza no se redactó para adornar las paredes del Ministerio del Interior.

Si bien es verdad que no fue solo el sector cultural el único que puso a libre disposición de todos parte de sus creaciones -apps de deporte o de idiomas regalaron un mes gratis, por ejemplo-, el hecho de que sí fueron las más numerosas y las más generosas, demostraba que dentro del mundo de la cultura trabajar gratis está grabado en  nuestro ADN. El encierro aceleró lo que ya estaba en marcha. El consumo de la cultura como algo privado y circunscrito al hogar. Las plataformas de streaming, a pesar de la lucha de dinosaurios moribundos como el festival de Cannes, acogen estrenos on line que pelean cuerpo a cuerpo en los festivales y premios intenacionales con el cine tradicional. Hasta Disney, la productora que acapara los grandes taquillazos y dueña de las franquicias más rentables del cine actual: Star Wars y Marvel, inaguró su plataforma de streaming antes de que nadie supiera lo que era un coronavirus. Las salas de  cine estaban en peligro de extinción mucho antes de la pandemia. La cultura entendida como un voluntariado, dado que la norma consiste en pedir colaboraciones a cambio de nada, a veces ni siquiera de un gracias porqueestoesbuenoparatiporquetedasaconocer.

Sin ni siquiera una declaración símbolica de actividad esencial, un gesto que hiciera ver que para las instituciones públicas la cultura tenía valor en sí misma y no solo como un sector industrial, se cerró cualquier esperanza a que se pudieran poner a los males de la cultura remedio. En aquellos días de marzo, abril y mayo perdimos toda esperanza.

 Que viva el munícipe por antonomasia

Hasta que llegó la desescalada.

Primero tuvimos que acostumbrarnos a salir de casa y recuperamos el placer de pasear por el simple hecho de pasear, aquella costumbre tan del siglo XX, ya no digo nada del placer de pasear de la mano de alguien, querido y conocido a poder ser, tras meses de rápidas caminatas solitarias con la mirada perdida de camino al súper y del súper a casa solo amenizadas, si tenías suerte, por algún balconazi que juzgaba tu compra desde su terraza demasiado superficial. Cuando la ciudad se vuelve un ser silencioso, un «Vete a tu casa, hija de puta» te alegraba la mañana.

Luego llegaron las Fases, primero las terrazas, las tiendas y las peluquerías, luego pudimos pisar un bar por dentro. Poco a poca la ciudad recuperaba sus ritmos, sus ruidos, sus rutinas. Abría todo menos los museos, las bibliotecas, las salas de cine, los teatros… Poco a poco, nos decíamos, al fin y al cabo este país vive de lo que vive, nos podíamos consolar con el hecho de que las librerías sí que estaban abiertas. Las fases se acabaron, el estado de alarma se acabó y volvimos a la España de las Autonomías. No teniendo a nadie por encima a quien culpar, cada Comunidad entró en su estado de pánico idiosincrático con la vista puesta en los rebrotes y la necesidad de atraer turismo porque al fin y al cabo este país vive de lo que vive. Y ahí ya pudimos comprobar que donde todo eran ayudas y facilidades para ciertas actividades (porque este país vive de lo que vive, blablablá) para otras era una carrera de obstáculos de medidas y exigencias que en muchos casos sobrepasaban las capacidades de los organizadores o simplemente hacían inasumible su adopción. El mundo de la cultura no estaba pidiendo que se le aplicaran medidas excepcionales, simplemente la misma vara de medir que a otros (aunque ya sabemos que este país vive etc.), entre otras cosas porque viene de una situación de precariedad y abandono institucional endémica. Porque los males de la cultura no vienen de la pandemia, ni siquiera de la crisis del 2007, vienen de la asunción por parte de los poderes públicos de la lógica del capitalismo extractivo en el que aquello que no dé pingües beneficios a las élites es superfluo. Si la cultura había sobrevivido hasta entonces fue principalmente gracias a los Ayuntamientos, los únicos que: 1) todavía entienden la función simbólica de la cultura y la usan para construir la imagen de la ciudad que quieren proyectar y 2) funcionan como satrapías donde la o el concejal de turno hace y deshace a su santa voluntad, a veces con mejor gusto a veces tirando hacia el populismo cañí y 3) son conscientes de la necesidad del entretenimiento y la sectorialización del mismo. Sea como sea, gracias a los ayuntamientos podemos seguir diciendo que teníamos tejido cultural. Sin embargo en tiempos de pandemia y sin el paraguas de un estado de alarma que coloque las culpas al gobierno central, ni ayuntamientos ni comunidades parecen muy dispuestos a cargar con la responsabilidad de posibles rebrotes y, al mismo tiempo, porque este país vive de lo que vive, tampoco parece que estén muy dispuestos a ser estrictos con los pocos sectores que parece que generan beneficios. Miedo y apatía son una terrible combinación. Estábamos acostumbrados a la segunda pero la mixtura con el miedo puede hundir la cultura para siempre. ¿Toda? Claro que no, se irán apagando poco a poco editoriales, compañías y productoras independientes. Veremos desaparecer las últimas librerías cuando Amazon consiga reventar el precio único de los libros y compraremos ahí nuestros libros o en las webs de las grandes editoriales que por fin se habrán deshecho de los intermediarios. Consumiremos, porque la cultura ya es un objeto de consumo capitalista, cultura desde nuestros hogares, en soledad. Y todo aquel que no quiera o no pueda participar como creador desde lo mainstream volcará sus creaciones de forma gratuita on line porqueestoesbuenoparatiporquetedasaconocer. Y that’s all folks.

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